esperamos con mucho anhelo que él regrese… Él tomará nuestro débil cuerpo mortal
y lo transformará en un cuerpo glorioso, igual al de él
Filipenses 3, 20-21

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19 de marzo

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Transcribimos esta anécdota que nos llegó de un link católico porque es muy rica en ilustrar la presencia de lo sobrenatural guiando nuestras vidas (hay muchos convertidos «incrédulos» todavía) y por tanto reveladora de muchas cosas que se producen todos los días bajo el manto de nuestra fe, aunque no reparemos en ello:

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«En un pueblo perdido de China… dos misioneros jesuitas austríacos, el padre Gotsch y el hermano Gervasio, vivieron… una experiencia única -1976-:

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Un día… estaba acompañando al P. Gotsch que había ido a asistir a un moribundo en Kaotai para administrarle los últimos sacramentos. Atravesaron 200 km por caminos montañosos y colinas montados a caballo y llegaron después de 3 días a la casa de aquel hombre. Demasiado tarde, porque éste ya había fallecido. Emprendieron el camino de regreso luego de haberlo enterrado religiosamente. A mitad del camino se encontraron con un joven que parecía estar esperándolos al borde del camino y que les pidió que lo siguieran a casa de su madre que estaba enferma. Acompañaron a este joven hasta un pueblito que distaba 15 km de allí. En una habitación extremadamente precaria, una mujer agonizaba. Al ver al sacerdote, le preguntó:

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– Extranjero, ¿me contestarás la verdad a las preguntas que te haga?

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– Por supuesto, madre.

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– ¿Existe un Dios en el cual hay tres personas? ¿Existe otra vida, un lugar de felicidad para los buenos y un lugar de terror para los malos? ¿Es verdad que Dios vino a esta tierra para morir por los hombres y abrirles el lugar de felicidad? Extranjero, ¿es verdad todo eso?

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Estupefacto, el sacerdote le respondió SI. Pero ¿de quién había podido esta mujer aprender todo aquello?

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La mujer continuó:

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– Traes agua contigo, entonces, ¡lávame (bautízame), para que pueda ir a aquel sitio de felicidad!
¿Cómo sabía que el sacerdote llevaba consigo agua para los bautismos? Su actitud decidida era algo infantil y al mismo tiempo convincente. El sacerdote le explico brevemente la liturgia y el sentido del sacramento y luego la bautizó.

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La enferma, desbordante de alegría, todavía dijo:

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– También tienes contigo el pan. Ese es un pan especial porque Dios está adentro. ¡Dame de ese pan!
El padre extrajo de su bolso la hostia consagrada que llevaba consigo. ¡La enferma sabía que él tenía “El Pan”! El sacerdote le explicó el sentido del sacramento de la Eucaristía y le dio la comunión. Le administró también los últimos sacramentos (la confesión de los pecados y la unción de los enfermos). Después le dijo:

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– Hasta ahora fuiste tú quién hacías las preguntas. Ahora me toca a mí: ¿Quién te ha enseñado las verdades de la fe? ¿Has conocido a creyentes católicos o evangelistas?

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– No, extranjero.

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– Entonces ¿Has leído libros cristianos?

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– No sé leer, extranjero, y ni siquiera sabía que existían libros de ese tipo.

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– Entonces, ¿de dónde y de quién has recibido la noticia de la fe?

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– Siempre pensé que debía ser así y desde hace 10 años que vivo de esta forma. También he instruido así a mis hijos y puedes lavarlos a todos (bautizarlos).

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– Pero ¿sabías que íbamos a pasar hoy por aquí?

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– ¡Por supuesto! Vi a un hombre en sueños. Él fue quien me dijo que enviara a mi hijo menor a la ruta a que llamara a los dos extranjeros que pasarían por allí. Me dijo que me iban a “lavar” para ir al lugar de la felicidad después de la muerte.

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Los misioneros estaban profundamente conmovidos. La actitud de la mujer frente a la muerte era tan apacible que no dejaba lugar a duda. Antes de partir, los misioneros le regalaron una estampa de san José, patrono de los moribundos. Colmada de felicidad exclamó:

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– ¡Pero a éste, lo conozco! Vino a verme muchas veces. ¡Es quien me dijo que mandara a mi hijo a la ruta para llamarlos!

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¿Había tenido un sueño o san José verdaderamente había ido en persona a visitarla? Ella no lo sabía. Por otra parte, no importaba saberlo. Lo importante era que san José había instruido a la enferma. Los misioneros se enteraron más tarde que la mujer había muerto aquella noche»

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(De la revista alemana “Weite Welt” nº 1, enero 1976)

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