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Transcribimos completo el devocional del pastor David Wilkerson [May 19, 1931; April 27, 2011] que nos llegó el 4 de julio de 2013:
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“Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase” (Lucas 15:25-28).
El hermano mayor del pródigo se molestaba más y más. Después de todo, él había servido diligentemente a su padre por años, nunca había transgredido ningún mandamiento. Él estaba erguido según la ley y se había mantenido escrupulosamente limpio.
Así, asomándose por esa ventana, este hijo mayor vio la visión de gracia más grande dada a la humanidad: El padre estaba abrazando a un hijo arrepentido, perdido. Él no formuló pregunta alguna ni sermoneó; por el contrario, lo vistió con un vestido nuevo y lo puso de vuelta en su posición inicial de favor y bendición plenos. ¡Luego, lo trajo a la fiesta!
La visión que este hijo mayor tuvo fue que una persona puede arrepentirse, sin importar cuánto se haya hundido, si es que simplemente deja de manejar su propia vida y vuelve al padre. Pero el hermano mayor protestó y se negó a ir a la fiesta. ¿Por qué? ¡Él no quería participar de lo que él vio como una gracia fácil!
Es típico que una mente legalista proteste ante una muestra generosa de gracia para con un hijo apartado que retorna. Muchos cristianos, sentados al costado de drogadictos o alcohólicos en la iglesia, piensan: “Gracias a Dios yo nunca pequé de esa forma. Él podría caer otra vez mañana”.
La Escritura dice que este tipo de orgullo es más letal que cualquier adicción: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).
La verdad es que cuando el pródigo vio a su hermano mayor mirándolo con el ceño fruncido desde la ventana, probablemente pensó: “¡Oh, mi hermano, si sólo supieras cuánto te admiro! Tú nunca te fuiste a pecar como yo lo hice. Tú tienes el mejor testimonio. Y deberé vivir toda mi vida con el recuerdo de haber traído vergüenza al buen nombre de nuestra familia. Sé que no merezco nada de esto. De hecho, tú deberías estar en este lugar. ¡Cuánto deseo haber tenido comunión contigo!”
“Ése es el clamor de un corazón verdaderamente arrepentido y humillado!
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