esperamos con mucho anhelo que él regrese… Él tomará nuestro débil cuerpo mortal
y lo transformará en un cuerpo glorioso, igual al de él
Filipenses 3, 20-21

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17/02/ 2014

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by Gary Wilkerson

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«El acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche» (Apocalipsis 12:10). Las acusaciones de Satanás son una de las cosas con las que Jesús vino a tratar como nuestro Pacto Viviente. Dios no envió una teología para aplastar las mentiras de Satanás, ¡Él envió a Jesús! La profecía más antigua en Génesis declaró que Satanás heriría el calcañar del Mesías, pero Jesús aplastaría la cabeza del diablo (ver Génesis 3:15). Hace dos mil años, Jesús trajo esa realidad a nuestras vidas.


De vez en cuando me despierto en medio de la noche con una ansiedad incierta. Es como si hubiera hecho algo malo, pero no sé qué. Ese sentir viene del acusador. Él susurra: «Tú no sirves, no vales, eres una carga para los demás. Mira tu pasado, ¿cuántas veces lo has arruinado? Nunca cambiarás». Nuestra relación con esa voz comenzó en el huerto del Edén, pero cuando Jesús vino, Él declaró: «Eso termina ahora mismo», añadiendo una asombrosa tranquilidad: «No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre» (Juan 5:45).


Jesús le dijo a la mujer sorprendida en adulterio: «Ni yo te condeno; vete, y no peques más» (Juan 8:11).


¡Es absolutamente esencial que nosotros construyamos sobre el firme fundamento de la certeza de que Dios no nos acusa! Este fundamento no se basa en leyes, acusaciones o desengaños, sino en la gloriosa acción de gracia de Dios mismo. Cuando Él oye una acusación contra nosotros, le dice a Jesús: «Aplástala».
En ese momento, oiremos la voz del Espíritu Santo diciendo: «No oigas esa mentira, pues ya fue destruida en la cruz. Dios no te acusa, porque Su Hijo te ha hecho libre».


Vamos a pecar, la Biblia lo indica claramente. Pero cuando lo hacemos, la voz que oiremos, será la del Espíritu Santo. Él nos da convicción por nuestras transgresiones, sin embargo, es una convicción esperanzadora, una que conduce a un arrepentimiento gozoso y no a una pérdida de esperanza. Se nos ha dado a Jesús y en nuestro tiempo de desánimo, oiremos Su voz por encima de todas los demás: «Ni yo te condeno». Que Dios te provea de Su gracia para edificar sobre ese fundamento ¡y regocíjate!

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